Homenaje y agradecimientos.


A raíz de la declaración por parte del Ministerio de Cultura del 2021 como el año del centenario de Héctor Rojas Herazo, para conmemorar su natalicio y honrar su memoria, el Magazín cultural del Espectador se vinculó a la conmemoración publicando algunos artículos, en dos de los cuales he querido detenerme porque, aparte de la profundidad con que han tratado aspectos de la obra de uno de los artistas más destacados de Colombia en toda su historia, han pulsado alguna nota de la visión que me he venido formando con respecto al pensamiento de este coterráneo.

Uno de esos artículos es el de Eduardo Márceles Daconte, publicado el 26 de junio con el título: Cien años de Hector Rojas Herazo, donde se adentra en una de las facetas menos conocidas de este artista integral, la del  pintor cuya obra, dice, fue definida por José Clemente Orozco como una “mezcla inquietante de inmovilidad bizantina y turbulencia barroca”,  “elementos que—agrega Márceles--,  incorporó a su pintura de carácter expresionista en un contexto cromático de rica textura.”

Y sigue diciendo: “Es una obra de afirmación cultural que interpreta nuestra singularidad regional, étnica y social, sustentada en sus recuerdos de infancia y los personajes típicos que pasaron por el patio de su casa, como la vendedora de frutas o de pescado”.

Para documentar su afirmación, el mencionado cronista recurre a una entrevista donde el artista homenajeado le dice a  Jorge Garcia Usta: “Yo tengo verdadera obsesión por las vendedoras. Para mí, son las reinas de la comarca. De allí esa majestad, esa inquietud casi amenazadora, esa hipnótica introversión que he perseguido de ellas”. En la misma entrevista, el destacado personaje, señala su interés en alcanzar ese “centro hierático” que hace posible la “rigurosa gestualidad” que conforma “el rostro de nuestra geografía”. 

Como lector de las novelas de Rojas Herazo, luego de haber superado algunos obstáculos para la comprensión de apartes de la novela Celia se pudre --gracias a los estudiosos de este autor que me facilitaron el camino--, y para disfrutar  a plenitud la magia de su prosa, fui resaltando algunos pasajes que he compartido con los seguidores del blog donde recojo mis inquietudes. De esos pasajes, hay uno en particular donde el novelista se refiere a las vendedoras de que habló en la entrevista citada y que titulé: La nostalgia de Héctor Rojas Herazo (2), que es el siguiente: 

“Porque me gustaría (es realmente lo que más me gustaría en este mundo) vivir y morir aquí, en Cedrón. Entre sus árboles. Entre sus horas que cambian, no al compás del tiempo sino del mar. En Cedrón, donde es dulce la brisa y las noches tienen un olor, espeso y animal, de mujer que ha sido larga y reciamente frotada con avispas y jazmines. Oír en la mañana, mientras la humedad se vuelve roció en las hojas de los clemones y los almendros, los pregones de las vendedoras de sábalo y bollo limpio y te asomas a la puerta y las miras caminar. Lo hacen entre un aire tan leve y azul que parece la última evocación de un moribundo. Ellas caminando, si las vieras. Depositarias de una vieja sabiduría, de una vieja esperanza. Avanzan, las bateas sobre sus cabezas, con un garbo que, después de concentrar todo su brío en los pies, se arremolina en sus caderas y, subiendo por el tubo de la garganta, les adhiere las mejillas a los huesos y les hace arder en sus ojos un orgullo secreto”.(1998.776)

Gracias al aporte del artículo comentado, pude ubicar ese pasaje dentro de un contexto mayor de la obra de este gigante de las letras que es Héctor Rojas Herazo, a quien estamos homenajeando este año;  pero dentro de este homenaje también caben  agradecimientos, como el que ofrezco a Eduardo Márceles Daconte y a otros que me han acercado a la obra  del homenajeado y a quienes me referiré en próximas  entregas.


La ñapa.

No obstante que el pasaje que les comparto en esta ñapa,  había sido publicado previamente, me pareció oportuno en esta ocasión  porque: Primero, complementa la cita donde el artista homenajeado confiesa su obsesión por las vendedoras que, con sus bateas en la cabeza, se mueven con garbo mágico. Y, segundo, porque es posible que como fue publicado como “ñapa”, hubiera pasado inadvertido para algunos de los lectores. 

 Este es el pasaje:  

“La playa toda parecía de tiza, sin nada encima, pura tiza. Por eso me entraron ganas, unas ganas feroces, de correr y gritar que yo estaba allí, que había regresado, mientras, acezando, me fundía cada vez más a aquel paisaje de tiza. (…) Aspiraba, con furia triste, aquella carga de lejura, de cosas irredimibles, abandonadas entre la mezcla lechosa. Me atacaba una brisa viva, animal, con ojos y dientes y cola rematada en pelos. Súbitamente parecí entender. Me di cuenta que el pueblo ya no estaba allí. Se había ido, tal cual. Casi lo vi, lo vi de veras, en el instante preciso en que se había echado a andar, con sus calles, y sus techos de palma, y sus pescadores acostados en sus hamacas y sus mujeres en sus quehaceres, o pariendo, o haciendo el amor en sus camas de tijeras, chorreantes de sudor. Y sentí un vasto, un profundo olor a cuerpos frotados y heridos con las espadas y los charcos de la noche y el humo de leña perfumado, santificando los excrementos en el patio. Eran el olor y el sabor del pueblo que seguían allí, que habían regresado, porque yo estaba allí oliendo mi memoria” (1998.105)





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