Reflexiones sobre la vejez.

 

El encuentro casual con un amigo con quien en el pasado compartí algunas actividades laborales, durante las cuales afloraron muestras de empatía, pero que la vida en sus vaivenes puso distancia entre nosotros. Ese amigo, se asombró de lo envejecido que me encontró y con cara de preocupación  me preguntó si estaba enfermo; ante esta situación    me tocó ponerle humor al asunto para buscarle una rápida salida. Lo cierto es que yo también pensé  lo mismo de él, sólo que no lo hice explícito. 

Por esos días, al releer un párrafo de la novela Memorias de mis putas tristes, de Gabriel García Márquez, encontré que este autor plantea en esa obra que el ser humano tiene una idea demasiado flexible de la juventud, por eso las personas pocas veces se percatan de los signos que muestran que esa etapa de la vida se está alejando. Lo que pasa, dice uno de sus personajes, es que uno no lo nota por dentro, pero desde fuera todo el mundo lo ve. Los  cambios son tan lentos que no nos percatamos de ellos, mientras los otros advierten los huecos en la memoria cuando a las mismas personas les cuentan los mismos chistes. Lo primero que percibe quien toma conciencia de  que la vejez llegó o  está llegando, es que casi todo el mundo es menor que ella.

Ese  encuentro me hizo consciente de que la vida tiene muchas etapas y que tanto mi contertulio como yo habíamos entrado en esa de decantación que algunos llaman tercera edad, años dorados…, y de muchas otras formas eufemísticas de referirse a la vejez, que puede ser vista desde diferente perspectivas.

Así por ejemplo: Cipriano Algor, el personaje central en la novela de José Saramago, La caverna, quien en un momento de placidez consideró inapropiado que lo llamaran viejo cuando apenas tenía sesenta y cuatro años, dice: “actualmente la vejez, la auténtica, (…) aquella de la que no podría haber retorno, ni siquiera fingimiento, solo comienza a los ochenta años.” 

Pero poco tiempo después el mismo personaje, ante la incapacidad para adaptarse a los cambios que lo envolvían, teniendo la misma edad de cuando se expresaba en el párrafo anterior señala: “son los tiempos que mudan, son los viejos que cada hora que pasa envejecen un día, es el trabajo que deja de ser lo que había sido, y nosotros que sólo podemos ser lo que fuimos, de repente descubrimos que ya no somos necesarios en el mundo, si es que alguna vez lo fuimos, pero creer que lo éramos parecía bastante, parecía suficiente…” 

Teniendo los mismos sesenta y cuatro años de Cipriano Algor, Emilia, la protagonista de la novela de Piedad Bonnett, Qué hacer con estos pedazos, al observar alarmada que lo que ve en el espejo no coincide con la imagen que tenía de sí misma, y mucho menos con la de las  fotos de sus treinta o cuarenta años, se siente llamada a meditar al respecto. 

Es cuando recuerda el acercamiento con su madre cuando ésta empezó a dar muestra de haber avanzado en esa etapa; hecho que percibió porque “se había ido sustrayendo del mundo, de modo que atendía los datos de la realidad exterior con cara de estupefacción, como un niño que recibe una orden que no comprende.” Fue evidente que esa cabeza  se estaba convirtiendo “en un cuarto en penumbra lleno de trastos indiscernibles”; empezó a decir cosa extrañas, que “eran tan solo relámpagos de incoherencia, señales del mundo dislocado al que estaba entrando sin remedio.” 

Marguerite Youcecenar, en Memorias de Adriano, pone a su personaje a decir lo siguiente: “Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo. (…) he llegado a una edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota aceptada.(…) Como el viajero que navega por las islas del Archipiélago ve alzarse al amanecer la bruma luminosa y descubre poco a poco la línea de la costa, así empiezo a percibir el perfil de mi muerte. ” 

Hablando de esa etapa de la vida, Héctor Rojas Herazo en Celia se pudre, hace reflexionar a Julia, uno de sus múltiples protagonistas,  luego de observar una fotografía de su hermano Horacio, ya fallecido, y leído unos octosílabos que a ese hermano le había dedicado don Manuel González Herazo. Ella,  al observar el álbum envejecido donde aparecía la postal de una musa feliz, señaló: “Algunas veces, ese mundo que ya pasó se parecía a esta señora de la tarjeta. Algunas veces, porque otras era peor que el infierno. (…) Todas las épocas son tristes porque la humanidad es triste. Y los viejos nos defendemos, de los otros y de nosotros, diciendo que nuestro tiempo, el de nuestra juventud, fue mejor que el tiempo de otras juventudes. Y es nuestra mentira más verdadera porque todo es tan fugaz, tan dolorosamente fugaz, que ni siquiera alcanzamos a darnos cuenta de que éramos jóvenes cuando lo fuimos.”

Pero no todos miran la vejez con melancolía y tristeza; en  su obra La República, Platón en el Libro primero pone en boca de Céfalo, cuando se dirige a Sócrates, las reflexiones siguientes: “ Has de saber que hallo más encanto que nunca en los placeres de la conversación a medida que me abandonan los placeres del cuerpo”. Agregando que no comparte el criterio de quienes se lamentan de la pérdida de la juventud, porque la vejez, dice, es un estado de reposo y libertad en lo que atañe a los sentidos. Esto lo hace más explícito  cuando refiriéndose a los placeres eróticos, expresa la satisfacción de haber podido sacudir con la edad el yugo de ese tirano furioso y brutal que es el sexo.

Esta última reflexión platónica es compartida por García Márquez, quien señala, en Cien años de soledad, que Aureliano Segundo se dio cuenta de que se estaba poniendo viejo cuando la edad lo habia puesto a salvo de toda emergencia pasional, y le había infundido “la serenidad esponjosa de la inapetencia”. Los recuerdos de su juventud estrafalaria lo dejaban impávido, como si en su última parranda hubiera agotado sus cuotas de salacidad, y sólo le hubiera quedado la felicidad de evocarlas sin amargura ni arrepentimiento.
 
 
 
 
 
 

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